No sabía que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
-Te ordeno interrogarme -contestó el rey apresurado.
-Sire... ¿Sobre qué reináis?
-Sobre todo-respondió el rey.
-¿Sobre todo?
El rey con un gesto discreto señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
-¿Sobre todo eso?-dijo el principito.
-Sobre todo eso...-respondió el rey.
Pues no solamente era un monarca absoluto, sino un monarca universal.
-¿Y las estrellas os obedecen?
-Seguramente -dijo el rey- Obedecen al instante. No tolero la indisciplina.
Un poder tal maravilló al principito. ¡Si él lo hubiera detentado, habría podido asistir, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, o aun a cien, o aun doscientas puestas de sol en el mismo día, sin necesidad de mover jamás la su silla! Y como se sentía un poco triste por el recuerdo de su pequeño planeta abandonado, se atrevió a pedir una gracia al rey:
-Quisiera ver una puesta de sol... Dame ese gusto... Ordena al sol que se ponga...
-Si ordeno a un general que vuele de flor en flor cual si fuera mariposa, o que escriba una tragedia, o que de pronto se transforme en ave marina y no lo hiciera, ¿quién estaría en falta, él o yo?
-Vos -dijo firmemente el principito.
-Exacto. Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón-dijo el rey- De tal forma que si ordenas a tu pueblo arrojarse al mar, seguramente éste se inclinará hacia una revolución. Tengo derecho de exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.
-¿Y mi puesta de sol? -recordó el principito, que jamás olvidaba una pregunta una vez que la había formulado.
-Tendrás tu puesta de sol. Lo exigiré, pero esperaré, con mi ciencia de gobernante, a que las condiciones sean las favorables.
-¿Cuándo serán favorables las condiciones?-quiso averiguar el principito.
-¡Hem! ¡Hem! -le respondió el rey, mientras consultaba un grueso calendario-, ¡hem! ¡hem!, ¡será a las... a las... será esta noche a las siete y cuarenta! ¡Y veras cómo soy obedecido!
El principito bostezó. Lamentaba la pérdida de su puesta de sol. Y como ya se aburría un poco:
-No tengo nada más que hacer aquí. Me marcho.
-No te vayas todavía-sugirió el rey, quien estaba muy satisfecho de tener un súbdito- ¡Si te quedas, te hago ministro!
-¿Ministro de qué?
-De... ¡de justicia!
-¡Pero no hay a quién juzgar!
-No se sabe -contestó el rey- Todavía no he visitado mi reino. Soy muy viejo, no tengo lugar para una carroza y me fatiga caminar.
-¡Oh! Pero yo ya he mirado, por allí tampoco hay habitantes-comentó el principito asomándose a fin de poder observar mejor el otro lado del planeta.
-Podrás juzgarte a ti mismo-replicó el rey- Es lo más difícil. Mucho más que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo, estarás frente a un verdadero sabio.
-Yo -dijo el principito- puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí.
-¡Hem! ¡Hem!-dijo el rey- Creo que en algún lugar del planeta hay una vieja rata. La oigo por la noche. Podrás juzgar a la vieja rata. La condenarás a muerte de tiempo en tiempo. Así su vida dependerá de tu justicia. Pero la indultarás cada vez para conservarla. No hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a muerte -respondió el principito-. Creo que me marcho.
-No-dijo el rey.
Pero el principito, habiendo terminado sus preparativos, no quiso afligir al viejo monarca:
-Si Vuestra Majestad desea ser obedecido puntualmente, podría darme una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, que parta antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló un momento, y luego, con un suspiro, emprendió la partida.
-Te hago embajador-gritó apresuradamente el rey, con un tono altamente autoritario.
Las personas mayores son bien extrañas, díjose a sí mismo el principito durante el viaje.
La visita al tercer planeta fue algo breve pero suficiente para entristecer al principito. Vivía en él un borracho.
-¿Qué haces allí?-interrogó el borracho, ubicado silenciosamente entre una vasta colección de botellas llenas y otras vacías.
-Bebo-contestó el habitante algo lúgubre.
-¿Por qué lo haces?-preguntó el principito.
-Para olvidar-contestó el borracho.
-¿Qué es lo que tratas de olvidar?-inquirió penosamente el principito.
-Que me siento avergonzado-confesó el borracho inclinando hacia abajo la cabeza.
-¿Avergonzado de qué?-intentó averiguar el principito con el propósito de ayudarle.
-¡Avergonzado de beber!-concluyó el borracho quedando definitivamente sumido en el silencio.
El principito se alejaba perplejo. Volvió a repetirse durante el viaje que las personas mayores son muy pero muy extrañas.
Un hombre de negocios habitaba el cuarto planeta. Tan ocupado estaba que no levantó su mirada ni aún ante la llegada del principito.
-Buenos días-saludó éste- Su cigarrillo está apagado.
-Tres y dos son cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete, veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo. Veintiséis y cinco, treinta y uno. ¡Uf! Da un total de quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
-¿Quinientos millones de qué?
-¡Eh! ¿Todavía permaneces allí? Quinientos un millones de... Ya no sé... ¡Tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me divierto con tonterías. Dos y cinco, siete...
-¿Quinientos millones de qué?-inquirió nuevamente el principito, que jamás olvidaba una pregunta una vez formulada.
El señor de negocios levantó la cabeza:
-Hace cincuenta y cuatro años que vivo en este planeta, y sólo tres veces me han molestado. Hace veintidós años fue la primera, cuando un abejorro cayó Dios sabe de dónde. Fue tan estrepitoso el ruido que produjo al caer, que cometí cuatro errores en una suma. Hace once años fue la segunda a causa de un ataque de reumatismo. Debo hacer ejercicios, pero no tengo tiempo para moverme. Soy serio. La tercera vez... ¡Hela aquí! Decía, quinientos un millones...
-¿Millones de qué?
El hombre de negocios había comprendido que no había ya esperanza de tranquilidad alguna.
-Millones de esas cositas que se ven a veces en el cielo.
-¿Moscas?
-¡Oh, no! Cositas que brillan.
-¿Abejas?
-¡Pero no! Cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes.¡Pero yo soy serio! y no tengo tiempo para perder.
-¡Ah! ¡Estrellas!
-Eso es. Estrellas.
-¿Pero puedes decirme que haces con quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy serio y preciso.
-Dime, ¿qué haces con esas estrellas?.
-¿Cómo qué hago? Nada, las poseo.
-¿Posees las estrellas?
-Efectivamente.
-He visto un rey que...
-Escucha: los reyes no poseen, "reinan" que es bien distinto.
-¿Me dirás para qué te sirve poseer estrellas?
-Gracias a ello soy rico.
-¿De qué sirve ser rico?
-Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra.
Mientras tanto el principito iba pensando que este hombre, razona un poco como el ebrio. Siguió preguntando;
-¿Cómo puede un hombre poseer estrellas?
-¿Acaso, sabes de quién son?
-No sé. Supongo que de nadie.
-Pues entonces... son mías por ser el primero en haberlo pensado.
-¿Y con eso basta?
-¡Pues claro!. Cuando hallas un diamante que no le pertenece a nadie, es sencillamente tuyo. De igual forma, cuando eres el primero a quien se le ocurre una idea, la patentas e inmediatamente pasa a ser de tu propiedad. Así, yo poseo las estrellas pues nadie antes que yo, soñó poseerlas. ¿Comprendes?
-Es cierto-dijo el principito¿Pero qué haces tú con ellas?
-Las administro. Las cuento y recuento-contestó el hombre de negocios. Es bastante difícil, pero como dije, ¡soy un hombre serio!
El principito aún no se daba por satisfecho.
-Yo, si poseo un pañuelo, puedo abrigar con él mi cuello y llevarlo conmigo a donde vaya. Si poseo una flor, puedo cortarla y llevármela. En cambio tú, ¡no puedes cortar las estrellas!
-No, pero puedo depositarlas en el banco.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Escribo en un papelito la cantidad de estrellas que poseo, cierro el papelito y lo pongo bajo llave en un cajón.
-¿Eso es todo?
-Lo suficiente.
Es divertido y bastante poético, pero... no es serio-pensó el principito, que sobre cosas serias tenía un concepto bien distinto del de las personas mayores.
-Yo-dirigiéndose al señor- poseo una flor a la que riego todos los días. Tres volcanes que deshollino todas las semanas, aunque uno de los tres está extinguido. Nunca se sabe. Tanto para mis volcanes como para mi flor, es útil que yo los posea. En cambio tú... no eres útil a las estrellas.
El hombre de negocios hizo el ademán de responder pero no encontró palabras para ello. El principito se fue. Decididamente las personas mayores -se decía para sí- son enteramente extraordinarias.
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